Luego de la llegada del Espíritu Santo en Pentecostés, los apóstoles comienzan a predicar el mensaje de arrepentimiento y perdón de pecados, pero a la misma vez, un mensaje agresivo y de confrontación; “sed salvos de esta perversa generación”. Una generación bajo un liderato corrupto, que unos días antes habían tenido la osadía de gritarle a Jesús; “crucifícale, crucifícale”. Una cultura cristianizada como la nuestra se le haría difícil entender la agonía mental experimentada por aquellos que recibían con valentía el mensaje. Ellos decidieron romper, quebrantar y despedazar el yugo que los mantuvo atados de parte de sus supuestos “dirigentes espirituales”. Por fe abrazaron a Cristo, sus enseñanzas y las consecuencias que estas producían. La Iglesia estaba experimentando un sólido Avivamiento.
Lucas, describe la monumental belleza de una Iglesia creciendo y desarrollándose. Nos pinta un cuadro de la titánica dedicación y devoción de aquellos primeros creyentes en relación a su servicio de Adoración al Señor. Todo apunta a que existía un fervor prolongado y persistente, sumado a una frescura, sencillez y espontaneidad. Existía un gran entusiasmo entre ellos y lo demostraban en una adoración unida. Habían estado por mucho tiempo en un desierto espiritual y ahora su hambre y sed estaba siendo saciada.
Un sentido de admiración, maravilla, fascinación llenó los corazones de “aquellos que habían creído”, porque experimentaban la cercanía de Dios en medio de ellos. En medio de este avivamiento, los resultados no se hicieron esperar. Establecieron un fondo general, para que no hubiera necesidad entre las viudas y los pobres. Iban al Templo cada día, porque era la Casa de Dios, y el significado de eso para ellos era incalculable. Allí adoraban, oraban y disfrutaban de completa unidad juntos. También se reunían en las casas para comer el pan y reafirmar la unión que poseían en Cristo. Asimismo, eran reconocidos en favor por el pueblo, es decir, reflejaban ser testimonio viviente para Cristo. De esta manera, “el Señor añadía cada día a la Iglesia los que habían de ser salvos”. El buen testimonio de aquellos primeros cristianos fue quien predicó al resto del pueblo. El milagro de la salvación ocurría diariamente. Este es el modelo original, y debe ser el ejemplo a seguir, para toda iglesia que anhela ser de impacto en el lugar donde Dios le ha colocado.
Por: Pastor Domingo Pérez Badillo