Los fieles seguidores de las diferentes religiones del mundo consideran sus templos como lugares sagrados, son tratados con gran reverencia y el simple pensamiento de profanarlo es un verdadero sacrilegio. Para el pueblo judío, por ejemplo, el templo era el lugar donde Dios moraba, representaba la presencia divina del Dios Todopoderoso y todo cuanto había en él, era consagrado de la manera más devota al servicio del Creador. Sin embargo, luego de pentecostés, cada creyente representa la morada de la presencia del Señor, porque el lugar donde el Espíritu Santo habita desde entonces no está limitado a un lugar geográfico o físico, más bien, reside dentro de cada persona. Esto fue lo que el Apóstol Pablo le ensenó a la iglesia en Corinto, donde establecía que el cuerpo de todo aquel lavado con la sangre preciosa de Cristo es templo del Espíritu Santo, es decir, santuario de Dios.
Cuando una persona no ha reconocido a Dios como su dueño y Señor, su estado natural está atado al pecado y no puede desligarse del mismo porque éste se ha convertido en su amo y propietario. La persona entrega su cuerpo al pecado, convirtiéndose en esclavo del mismo y, peor aún, convive con él. Y estando en esta condición de esclavo, su voluntad es incapaz de controlar los deseos pecaminosos de su cuerpo, porque no tiene dominio sobre él. Por eso tiene que entrar en un proceso conocido como la mortificación del viejo hombre. Este término bíblico denota aquel acto de Dios por medio del cual la mancha y la corrupción de la naturaleza humana que resulta del pecado se va removiendo en forma gradual. Con frecuencia se presenta en la Biblia como la crucifixión del viejo hombre y de esta manera se relaciona con la muerte de Cristo en la cruz. El viejo hombre es la naturaleza humana hasta donde ésta está controlada por el pecado (Rom.6:6; Gal.5:24).
En cambio, la condición del creyente es diferente por tres razones: (1) Dios es su dueño; (2) Cristo es su Señor; (3) El Espíritu Santo vive en su cuerpo. La diferencia estriba en que el inconverso no puede ejercer control sobre su cuerpo porque es esclavo del pecado, mientras que el creyente, puede porque el Espíritu Santo le ha librado y le ha hecho dueño de su propio cuerpo. Por lo tanto, no usaríamos el cuerpo para cometer actos pecaminosos porque estaríamos profanando, violando y manchando el templo del Espíritu Santo. Y es así, debido a que el Espíritu Santo fija su residencia en nosotros en el momento en que nacemos de nuevo. Él nos da poder por el cual la vida de resurrección de Cristo se manifiesta en nuestras vidas. Por la fe del hijo de Dios que se basa en el hecho de que él murió y fue resucitado con Cristo, y ahora el Espíritu Santo vive su vida a través de cada creyente. Sólo cuando andamos en el Espíritu, podemos vencer el pecado en nuestras vidas.
Cuando andamos conforme al Espíritu, él señalará áreas de nuestra vida que necesitan purificación. Nos dirigirá a hacer cambios en nuestras prioridades y relaciones. Purificará nuestras motivaciones y subyugará nuestras tendencias hacia el orgullo rebelde. Tratará de ejercer autoridad sobre nuestras posesiones y ambiciones. Nos revelará heridas que pueden ser sanadas, problemas que pueden ser resueltos, y hábitos que deben ser abandonados. Él nos guiará a ministerios nuevos y sacrificios mayores. Nos hará participantes activos en la vida y el ministerio de la iglesia, y nos dará los dones apropiados para nuestros aportes al Cuerpo. Nos llamará a una comunión cada vez más cerca con el Señor.
La realidad es que la manera práctica de dar gloria a Dios con nuestro cuerpo y ser verdaderamente templo del Espíritu Santo es por medio de la santificación. Unos han llamado la santificación; “experiencia de crisis” y otros; “momento de definición”. Esto ocurre cuando el creyente toma la decisión intencional de morir a él mismo y entregar las riendas de su vida a Cristo. Es el momento cuando se le permite a Jesús, no solo ser el Salvador, sino también, el Señor. El creyente es dominado y controlado por el Espíritu, y es llevado a la santidad y perfección. Como fruto, el resultado de este proceso afecta el hablar, las actitudes, la gratitud y las relaciones. Al final del día nadie quiere morir, pero es necesario para que Cristo viva (Gal.2:20). Por lo tanto, la santificación es la voluntad de Dios para todos los creyentes y con su cuerpo honran al Señor.
Por: Pastor Domingo Pérez Badillo